Luego de dejarlos en el post anterior, fondeé en un rincón de los Cayos Limón y me acosté, pues necesitaba un buen descanso.
A las tres y media de la mañana me despertó la alarma del fondeo. Podía sentir el velero moviéndose y escuché el viento aullando afuera. Es asombroso lo malas que pueden ser nuestras puteadas y nuestra capacidad de análisis a las tres y media de la mañana. Es decir, qué tontos somos.
Lo que hice fue encender el motor, intentar averiguar hacia ¿dónde debía dirigirme para escapar de los arrecife?, y poner el velero en ese rumbo. No paré de medir el viento. Era fácilmente de veinticinco o treinta nudos. Mandé el velero con motor y timón de modo torpe, muy torpe, semi-desnudo en la bañera, intentando salvarme a ciegas de los arrecifes.
Y se vino la lluvia. La lluvia vino fuertemente, en torrentes, fría como la ducha fría, como hielo derretido, llevado por el viento como pequeños puñales sobre mi blando pellejo. Casi instantáneamente me puse a temblar, no solo de miedo. Necesitaba dejar el motor en neutral (una maravilla que se me ocurrió hacer eso) antes de abandonar el timón y bajar para ponerme el impermeable.
Al volver, el velero, por algún milagro, todavía no había chocado con los arrecifes. ¡Qué suerte! Intenté “ayudar” el ancla por irse hacia el viento. Qué boludo. De ninguna manera, nunca voy a poder llevar la proa hacia un viento de veinticinco nudos con motor y timón, sin avanzar con velocidad alguna. Pronto lo descubrí. Estaba forzando el caño del timón hacía el lado barlovento y poniendo el motor con mega revoluciones solo para que el viento me soplara hacia un lado y al fin me puso de la cadena de nuevo.
Me di cuenta que estaba jodido. Todo perdido. Naufragio por una tormenta en los arrecifes de San Blas. O Guna Yala. Maldije a cualquier dios o diosa reina de estas aguas y me dije, “¡No te rindas!”
A poco el viento paró, se fue, quedó en nada. La lluvia siguió fuerte. Me di cuenta que estaba con mucha hambre. Saqué de la cocina una galleta salada de harina de trigo y maíz, junto con un vaso de agua. La oscuridad era casi total. Había luces en una isla vecina. Me senté temblando en la bañera bajo la lluvia, a pensar.
No había pasado nada malo. A pesar de mis buenos esfuerzos, todo seguía bien. Miré el diagrama de la alarma de fondeo. (He puesto una captura de pantalla. La capturé al otro día. El círculo a la izquierda, “Anchor Watch”, circunscribe un límite amplio alrededor del ancla. Adentro está la huella que rastrea los movimientos del velero y su ubicación actual.) Sí, me salí del radio que establecí. Después me paré justo afuera. Miré la sonda. Era de tres brazas– suficiente y lo que he previsto para esta zona. La lluvia paró. Decidí que la situación era segura y volví a dormirme.
De mañana fui a nadar con el equipo de snorkel a ver el ancla. Lo vi, justo donde la había enterrado en el fondo del mar. Que bueno es mi equipo de fondeo– ancla, cadena y amortiguador.
Lo que pasó fue que puse la ubicación del ancla de un modo un poco equivocado. La ubicación inicial es siempre una aproximación. Decidí de inmediato hacer una lista de control para usar cuando la alarma suena en las primeras horas de la mañana, cuando estoy sordo, mudo y ciego; drogado por el sueño. Lo mando.
¿Por qué pondría la segunda ancla a babor? Porque está ubicada por la proa a babor de la primera.