He escrito lo siguiente hace un rato, la tercera semana de marzo navegando fuera Costa Rica. No lo he compartido. De una mano es algo trillado. De la otra es algo verdadero. Como algo verdadero y común, lo comparto.
Es difícil describir, ¿qué siento al sentarme en el velero solo, mirando el mar abierto? Es parecido a sentarse en la playa de Cabo, por ejemplo de noche, mirando el cielo espléndido.
Me di cuenta que soy pequeño, que somos pequeños migas sobre el mármol azul, un punto dentro un universo infinito. En el mar abierto este sentido viene cada vez que para a mirarlo y experimentarlo– día y noche. Quizá más por el día.
Es más que eso. Somos un punto infinitésimo, sí. Adelante somos cada uno una conciencia. Experimentamos el universo, el ambiente, los “diez mil cosas”, lo malo y lo bueno. Como conciencia podemos agradecerlo, o por mínimo verlo. Por eso damos la realidad al mundo, al universo. Por eso somos cada uno un centro del universo. El universo rodea como una película alrededor nos, vivo, un milagro.
A veces cosas tan simples como la lluvia parecen milagros– incluso, o especialmente entiéndelos de modo científico, con explicaciones, con comprensión. Que todo eso existe y funciona como funciona es un milagro y a la vez, completamente normal, como debe ser– como tiene que ser porque si no, no sería.
Nosotros miramos, testigos. Exploramos, estudiamos, utilizamos. En nuestros momentos más benditos, agradecemos.