Hoy es miércoles, trece de julio de 2022. Justo terminé el viaje desde Montevideo para reunirse con el velero, Brisa. De nuevo estoy con Brisa, mi hogar fuera mi hogar. Quizá puedes decir, “casa de campo”. Está de verdad fuera de la ciudad. Sé que no nos referimos al mar como campo.
Brisa está en el astillero, en el área de trabajo. Primeramente vi todas las cosas rotas que prestan atención. Subiendo el escalón y pisando la cubierta, sentía un momento de jubilación. Lo celebré.
Después intenté abrir el candado. La combinación no funciona. Claro que no lo he olvidado. El hombre que cuida el astillero, Ricardo dice que podía abrirlo con dificultad, que le demoró veinte minutos para abrirlo. Yo lo probé por veinte minutos. Después lo cortamos.
El interior de un velero dejado cerrado, casi sellado por dos meses tiene un olor particular. No es de hongos, por suerte. Es más como el aroma de un galpón– de madera húmeda. No es malo. He abierto todas las portillas para dejar al aire circular.
Después del cambio de la ropa– llevo los pantalones cortos y me pongo descalzo –la vida marina empieza.
Lo que siento de verdad es un tipo de angustia, pesar, dolor del corazón. Lo siento en la garganta como una lágrima, en mi pecho como un hueco. Estoy con morriña. Puedo esperar que es solo porque mis compañeros de casa se me hace un asado tan lindo de despedida, en casa la noche anterior de mi salida; que se va. Es lo que hay por ahora. Puedo sentirlo y sentir agradezco que la vida me traiga sentidos. Todo pasará.
Ya extraño la comida. Engordé un poco en Montevideo. Comí demasiadas papas fritas. A pesar del aumento de peso, extraño las milanesas y las tartas de berenjena, brócoli, y calabaza. Más que nada, de vez en cuando, los chivitos.
Bueno. Hay mucho trabajo por delante. Necesito lijar el casco muerto y pintarlo. Es una obra más o menos grande. Brisa va a tener nuevos colores. Abandonaré el blanco, tan común. Lo pintaré con color de luz azul, celeste.