Un sábado hacia fines de agosto encontré a mis hijes en un muelle de Boston y los traje en paseo con Brisa por la Bahía de Boston. Acá en la bahía hay una puñado de islas con restos de fortificaciones de los siglos veinte y diecinueve. Una de ellas islas tiene mi apellido, Isla Lovell. Allí nos fuimos.
Fondeamos al lado este de la isla. Nosotros tres en la lanchita auxiliar fue divertido aunque peligroso. Todos con chalecos de salvavidas. La lanchita se sentaba bajo en el agua. Sin contratiempos llegamos a la playa rocosa.
Exploramos la costa de la isla con las vistas de la ciudad y de las islas y el faro más fuera hacia el océano. Exploramos las ruinas de las instalaciones que había allí. Por lo mayor, fueron militar, defensas artilleras construidas durante el segundo guerra mundial, nunca utilizadas en la ira, ahora casi totalmente derruidos.
Encontramos a un pirata naufragado, solitario, mirando hacia la bahía y la ciudad, abandonado, estoico y con esperanza de una vida rica o una muerte heroica.
Antes de volver a la muelle en el centro de Boston, paramos en la Isla Georges para explorar el Fuerte Warren construido en el siglo diecinueve. El fuerte me parezca algo que, en su tiempo, fue de la tecnología alta, un puesto de prestigio. De verdad es con condición mucho más intacto que los instalaciones derruidos de hormigón construidas en el siglo próximo.
Mi apellido es inglesa. Por eso lo encuentro frecuentemente acá en Nueva Inglaterra. Hay calles también, por todos lados con mi apellido. Debo quedarme acá, pero no. Es una relación artificial. Es algo divertido, sorprendente, nada más.
Para mi la memoria de la Isla Lovell sería de una visita buena y divertida con mis hijes. Así cuando lo pase de vuelta hacia el sur, saliendo de Boston, lo diré un saludo amigable con la buena memoria.