Dejando la Bahía de Candeleros con su resorte detrás, pasamos cuidadosamente entre puntos de tierra, islas rocosas y arrecifes. Hay una roca sumergida al medio de nada. No está en las cartas náuticas. Solo está en la guía publicada en inglés por una pareja estadounidense, muy útil para los visitantes cruceros en Baja.
He visitado a esta roca con la lanchita, porque no cree que existe. Nunca he lo viste navegando. Sí. Existe. Fue espantosa. Con agua profundo alrededor hay un punto de roca, como un cumbre, una pica, una braza debajo la superficie. Es lo suficientemente profundo que no hay ninguna señal sobre el agua, justo suficientemente llano que puede raspar el casco o quebrar la quilla de algún bote que pasa sin saberlo.
En otros países esta pica espantosa y peligrosa debajo la superficie se marcan bien con una boya. Quizá en México no tienen los recursos, o la voluntad, o las habilidades, o quizá la descuidan. En su carta antigua, revisado no más recién que 1984, solo dicen, “no pasar”. Este se niega el cierto que todos los buques recreativos que van y vienen del área pasan por allí. O quizá solo Brisa piense que un boya sea aconsejable.
Tampoco no está en la carta náutica electrónico de Navionics que utilizamos. Oficialmente, no existe. No obstante, hemos pasado tres veces menos que una milla náutica de esta roca. Cada vez teníamos su posición a lo alto de nuestras mentes. Ser vigilante no sirve. Es invisible. Si no estaba en la guía, pasaremos sin saberlo.
Pasamos entre Isla Primera e Isla Las Tijeras, circulando al oeste y al norte de la roca sumergida. Al oriente está el arrecife Danzante. Ponemos la marca al norte antes del aproximarlo y pasamos entre Isla Danzante y Isla Carmen. Es lindo navegar ahora libre de los peligros.
Buscamos Bahía Marquer en el lado oeste hacia el sur de la Isla Carmen. Fondeamos allí y pasamos unos días.
Bahía Marquer es muy abierta al viento del oeste, con vista de las montañas y el atardecer. Aquí tenemos nuestra primera experiencia con las abejas. Las abejas en el desierto son ávidas por el agua dulce. Vienen al velero buscándolo. Una descubre el grifo. Solo hay una gota en su desembocadura, pero una gota es un tesoro para la abeja. Muy pronto comparta su ubicación con sus compañeros. Ellos a su vez comparten con otros. Dentro de poco teníamos un zumbido de abejas volando hacia la trampilla, una corriente regular de abejas ávidas.
Pusimos una toalla remojado del agua salado sobre el grifo. Las abejas las cubren, buscando, buscando. Pusimos un enchufe en la desembocadura y la limpiamos con agua salada después de usarlo. Este funciona, pero el gato ya ha escapado la maleta. Las abejas continúan investigando el lugar, buscando, buscando seguro que hay algo, la huelen, hasta que nos mudamos.
En Bahía Marquer también había un grupo de delfines. Vienen por la mañana explorando la bahía y nadando hacia el sur. Vuelven de la tarde nadando hacia el norte. Aproximan debajo el velero una vez. Que grande son. Son fuertes. Salen a la superficie para respirar. Soplan con sonido chuf, fuertemente y rápidamente aclarando sus narinas. Chupan el aire con sonido pwah, y se sumergen de nuevo. Esto pasa como un latido lento del corazón– chuf, pwah.
Un día tenemos una tarea en el pueblo de Loreto. Hay lugar para fondear no protegida de ninguna. Llegamos tarde por razón de vientos ligeros. Fondeamos y corrimos al pueblo. Es muy lindo el malecón y aérea turística de Loreto, pero solo tenemos tiempo para caminar, mirar, y disfrutar un capuchino en la plaza con la catedral. El capuchino es una de las cosas que más extrañamos de la vida en tierra.
Loreto es el punto de apoyo donde los Franciscanos ponen su primer monasterio en la península. De allí se despliegan al norte y al sur por la costa, construyendo las famosas misiones españolas tan populares ahora con los turistas. Salía como un gran proyecto del arte. No me parece que ellos piensen del proyecto en estos términos.
Volviendo al velero estamos apurados porque es un viaje de dos o tres horas al fondeo protegido lo más cerca, Puerto Ballandra. Cuando estábamos en el pueblo el viento crece. Ahora hay olas altas pilando por el banco donde nos fundamos. La proa sube y baja dos o tres metros a lo cuál tiramos el ancla. Cuando suba, reforzamos, cuando baja arrancamos. Con suerte, nos zafamos.
Llegamos tarde al Puerto Ballandra con el sol muy bajo. Hay dos o tres catamarán, una lancha de pescador, y un gran yate de motor ya fondeado. Buscamos nuestro lugar. Al fin, la caleta no es tan preciosa como el guía decía. Quizá ellos pasan una visita más linda que pinta su vista más rosada que la mía, lleno de los apuros del día.
Hay abejas. Estamos listos. Con el atardecer, muy pronto, se van. Vienen una nueva invasión de los insectos– los mosquitos. Pasamos la noche intentando arreglar un mosquitero en la cabina o la bañera. Dormimos en fragmentos. Cada vez los mosquitos descubren una entrada, no sabemos dónde.
El próximo día de mañana todos los otros se van. Quizá también no les gustan los mosquitos. Es lindo tener el lugar a mi mismo. Ballandra no es un puerto de llegada y salida para nadie. Es una caleta bien protegido por todos lados, falta el oeste. Estoy disfrutando, descansando, silbando, feliz. Al mediodía se me ocurre que, quizá hay razón por la que todos los otros se van. Quizá saben algo que yo no sé. Es un ataque de paranoia. Obtengo el pronóstico del lugar por el equipo satélite y lo miro. Hay vientos medio fuertes del oeste previstos por la noche. Pah! Decidí mudarme.
Navegamos por Isla Challa y Punta Tintorera a Puerto de la Lancha en el lado del norte de Isla Carmen. Bordejeamos (zigzageamos) un poco porque el viento es del sudeste y necesitamos irnos al sudeste después de circunnavegar la punta. Está divertido navegar así. Al noreste hay mar abierto. Pensamos como un día necesitamos quitar la costa y irnos allí.
Decidimos, yo y Brisa, que es una parte de la vida poner atención al clima y los pronósticos. Realizamos que no tenemos un modo para determinar amenazas generales, saber por ejemplo que hay un huracán al sur que viene. Decidido prestar atención a poner en servicio el radio de corta banda (HF). Solo necesito añadir una antena. En Puerto de la Lancha, empiezo a fabricar algo que sirve.
El puerto de la Lancha es de verdad un puerto. Vienen lanchas con trabajadores, clientes, y entregas para un resorte rústico de caza en el interior de la isla. Pasamos bien lindo y tranquilo algunos días, con solo una excepción.
Fue cuando estamos en Puerto de la Lancha cuando experimentamos nuestra primera emergencia. En la tarde estábamos en la cabina preparando los soportes para la antena HF. Estábamos bien en nuestro cabeza pasando las horas. Eventualmente damos noticia que el viento está ruidoso, hay sonidos del agua soplando por el casco y la proa del velero se sacude con un poco de avidez.
Saliendo a la bañera damos noticia que el viento viene fuertemente bajando el cerro al este, y que estamos en el límite de la caleta al oeste, de treinta o cuarenta metros de la orilla rocosa. ¿Es posible que tenemos tanto extensión de la cadena afuera que hemos llegado acá con este viento? No es creíble. ¿Es posible que hemos arrancado el ancla? No es creíble.
Ninguna explicación es creíble, pero hay un hecho. Estamos cerca de la orilla rocosa. Después de unos minutos de incredulidad, decidimos que podemos hacer algo peligroso– levantar el ancla cuando el viento nos sopla hacía la orilla cercana –o podemos hacer nada y casi seguramente vamos a ser naufragios.
Encendemos el motor y empezamos el proceso de levantar el ancla. Cada vez que aproximamos el ancla y tiramos una porción de la cadena, terminamos con la misma distancia hacia la orilla, o quizá menos. Al fin, el ancla está libre y lo levantamos desde su profundidad de nueve metros hacia la proa. No tenemos tiempo sujetarlo bien. El velero he puesto su lado al viento. He empezado moverse con determinación hacia las rocas.
Solo teníamos tiempo para brincar a la bañera, apretar el acelerador adelante, y conducir la proa hacia el agua abierta de la caleta.
Fue una experiencia atemorizante. Por otro lado, reafirmamos confianza en nuestra habilidad para identificar riesgos y responder con coraje. No es tomar riesgos innecesarios, solo enfachar los que vienen, naturalmente, con la vida de libertad.